La Cilindra

De "La roba-pájaros, México, Fondo de Cultura Economica, 1957, pp. 57-61.

 

Ella no tenía dueño. Tal vez no lo tuvo nunca. La encontraron los soldados allá por Huetamo, en un pueblillo caliente y gris, y desde entonces se “dio de alta” y se vino a correr mundo con la bola.

Se hizo amiga de todos: de los soldados, de las soldaderas y hasta del cabecilla. Todos le tenían cariño.

Por flaca, por encanijada, la llamaron la Cilindra. Siempre fiel, siempre alerta, como buena revolucionaria; en su hoja de servicios tenía anotada más de alguna acción de armas en la que tomó parte tan activa como los hombres, como las mujeres. Nunca conoció el miedo y ante el enemigo se ponía furiosa, tan furiosa que hubiera sido difícil vencerla a ella sola. Después de los combates se le oía aullar por las noches en el campo abandonado. Cuando un soldado enfermaba era la Cilindra su mejor compañera, y nunca se le pudo acusar de traición.

Una vez el cabecilla, aquel hombre de bronce, recio, altanero, bueno, estuvo a punto de saldar sus cuentas con la vida. Los mosquitos de tierra caliente son malos. Cogió una fiebre palúdica que lo tumbó por mucho tiempo. Y allá estuvo la Cilindra con él, sin comer, sin beber, perdidos en una de las cuevas del cerro… y fue la pobre Cilindra quien, una noche en que el cabecilla casi agonizaba, llegó hasta el plan y buscó a los soldados, y los llevó al lugar donde el jefe se estaba muriendo. Ellos le trajeron médico y agua. En poco tiempo estuvo sano. Sólo entonces lo abandonó la Cilindra.

Al pasar por Churumuco tuvo amores con el Capulín, un perrazo negro. Al poco tiempo tuvo también familia: dos cachorros pequeñitos y pardos que por desgracia nacieron en el cuarto de Juan Lanas.

La mujer de Juan, Doña Juana la Marota, era larga, fea, mala. Una noche cogió a los cachorritos y se fue rumbo al río. Cilindra corrió tras ella. Llegaron al puente. El río, abajo era una fuga de aguas turbias. Y los arrojó al fondo, con el mismo desprecio que arrojara un saco de basura. Por fortuna, allí estaba Juan Lanas. Se echó la Cilindra al río y tras ella se tiró también Juan. El agua los arrastro lejos, muy lejos, pero luego salieron los cuatro a la orilla.

Volvieron al cuarto y no fue paliza la que Juan le puso a su Marota. Desde entonces la Cilindra tenía estimación particular por aquel Juan Lanas, que era borracho y bueno.

Pero era también traidor. Su misma mujer vino a contarlo. Y lo encontraron en la madrugada, atravesando el llano, con el fusil al hombro y las cananas terciadas, caminando rumbo al campo enemigo.

-Que lo truenen- dijo el cabecilla.

Y le formaron su cuadro. Todos callados, frente a él preparaban sus armas. El comandante ordenó:

-¡¡Apuuuunnten!!

Y todos levantaron sus carabinas… Iba a pronunciar la palabra “¡fuego!”, cuando a los pies de Juan Lanas se oyó un aullido lastimero, sobrehumano, largo, que hizo a los soldados estremecerse y bajar sus armas: a los pies del traidor estaba la Cilindra, con sus ojos amarillos y largos, de mirada húmeda. Arrastrándola lograron retirarla. Volvió el comandante a dar órdenes, y cuando estaban ya las armas levantadas, listas para lanzar su escupitajo de acero, volvió a escucharse a los pies de Juan Lanas el aullido largo, que ponía los pelos de punta. A pesar de que el comandante dio la voz “¡fuego!”, no se disparó un solo cartucho. Nadie se hubiera atrevido a herirla: era la amiga, la única amiga leal de toda la tropa.

Y se repitió la escena dos, tres, cuatro veces.  Por la fuerza quisieron alejarla: imposible. Si parecía estar rabiosa. No fueron pocos los mordiscos que propinó esa mañana a los soldados. Se había convertido en la enemiga de todos y, sin embargo, nadie se hubiera atrevido a hacerle daño.

-Tate quieta, Cilindra- le decía Juan Lanas con voz ronca, amarga. –Vete ¿No ves que estos demonios acabarán por matarte? Déjame solito un rato.

Pero ella seguía echada a sus pies, con los ojos húmedos y largos.

Ya por la tarde llegó el cabecilla. Él mismo fue hacia el barranco donde estaban fusilando a Juan Lanas. Al verlo llegar la Cilindra, mostrándole sus dientes, le lanzó una mirada húmeda, de rabia y de ternura, de venganza, de súplica y de reto. Nunca supo el cabecilla por qué aquella mirada se le clavó tan hondo… Los ojos amarillos eran más que humanos. Estaba en ellos toda la angustia de la gleba que pedía justicia, que lloraba, que sufría en silencio a veces y amenazaba con destruirlo todo.

-Que traigan a la Marota- dijo.

Cuando llegó la Marota, la mujer que traicionó a Juan Lanas, con voz ahogada dijo el cabecilla:

-¡Mira, Marota, así defienden las perras a sus hombres!

Por eso cuando una bala dejó a la Cilindra tiesa en el campo de batalla, todos lloraron, todos se sintieron solos. Ellos mismos la enterraron en el cementerio nuevo, en una fosa que cavó Juan Lanas. Y hubo toques de clarín, y tambores velados, y todos los honores militares que se hacen al más querido de los jefes caídos en el campo de batalla, bajo la lluvia absurda de las balas.